Opinión:
La extraordinaria libertad metodológica y morfológica del arte contemporáneo, junto con su carácter centrípeto y experimental, han permitido prácticas donde el arte casi deviene activismo social, urbano y político. Estas experiencias han sido llamadas “post-relacionales”, por ir más allá de la estética relacional y su alejamiento de la utopía vanguardista, y porque aquella, a pesar del quiebre que ha introducido, tiene lugar en el contexto institucional, de mercado y de énfasis en la individualidad propio del arte. Más importante: las prácticas a que me refiero suelen ser confrontacionales, en franca oposición a las “microtopías” relacionales y sus idílicas convivencias de iniciados dentro del mundo del arte. Algunos ejemplos conocidos son las actividades de los grupos The Yes Men, C 6 y Société Réaliste, pero encontramos un número creciente de artistas por todo el mundo trabajando en esta dirección, o aproximándose a ella.
Ahora bien, ¿se trata de arte o de activismo? Las fronteras se desdibujan y, en definitiva, la pregunta deviene escolástica cuando sabemos que cualquier cosa es arte por el simple hecho de concebírsele así y, consecuentemente, participar en algún sector del medio artístico (eventos, publicaciones, discursos…). Sin embargo, Adorno y Marcuse plantearon que la dimensión estética del arte establece una aporía con su dimensión social: estética y política no van juntas. Se ha argumentado además que el carácter autónomo del arte contradice sus posibilidades de acción social y política. Esta contradicción conduciría a realizar un arte sin interés o a una acción social que sería más efectiva si se reconociese y actuase sólo como tal. Pero, de otro lado, actuar dentro del marco aurático del arte permite acciones que de otro modo resultarían más difíciles, en especial en contextos represivos: Tania Bruguera creó la única tribuna pública libre en medio siglo en Cuba como un performance en la última Bienal de La Habana.
Claire Bishop considera que el arte de compromiso político más efectivo es aquel que conserva un balance entre intervención social y autonomía; ella reclama un “compromiso con lo estético”. Sigue así a Jacques Rancière, quien considera que la autonomía del arte y su promesa política constituyen, más que una polaridad, una conjunción que activa ambos costados. Él defiende un concepto social de lo estético, una permeabilidad mutua entre arte y vida, amenazada por dos peligros opuestos: reducir el arte a mera vida o a mero arte.
Ahora bien, un problema crucial del cual no se tiene suficiente conciencia y que, por tanto, no ha sido discutido en profundidad, es el grado de comunicación útil del arte “post-relacional” con la gente más allá del mundo artístico y académico, a la cual se dirige. A menudo se procede, en el fondo, a atraer el “ellos” de fuera de este medio dentro del “nosotros” del arte contemporáneo y su universo, no al revés. Es decir, no se produce un cambio epistemológico capaz de avanzar, así sea parcialmente, hacia una efectiva “re-socialización” del arte.
Gerardo Mosquera